Sara Martín Blanco

Filosofía, ética animal y variaciones sobre el tema

La ciudad fúnebre

Ida camina lentamente, yendo y viniendo sobre sus mismos pasos, por la amplia estancia orientada al oeste. La cola de su vestido negro acaricia la alfombra que, una y otra vez, es maltratada por los finos tacones de sus zapatos. Sus manos, entrecruzadas, rascan en un movimiento involuntario el vestido a la altura del ombligo -La angustia habita en el vientre.

Los nueve generadores se ponen en marcha, y las luces de la ciudad empiezan a encenderse con timidez: casas, edificios y calles; la Plaza del General; la única escuela que aún se mantiene en pie, La Forma del Sagrado Corazón; las cientos de fábricas y las tres torres de mando; los dos puentes que dan salida a la ciudad, El Puente del Militar y el Puente Funere; el cementerio.

Con cada anochecer, llega la liberación de Ida. Desde hace tres años, desde que la ciudad fue declarada oficialmente como muerta por el Estado y el mismísimo General, Ida resurge en vida por los tejados de esta ciudad estancada y sombría.

Sin quitarse los tacones, y alzando tan solo un poco su vestido para no pisarlo, Ida asoma su cuerpo por la ventana del tejado: primero un pie, luego la pierna, y, finalmente, el cuerpo entero.

El viento despeina levemente el moño que corona su cabeza, pero Ida sonríe. Y le guiña un ojo a la Luna, cómplice de su gran secreto -Obcecada en creer en la vida, Ida intenta plasmar, milímetro a milímetro, la ciudad entera en un plano, en un mapa a escala 1:10.000. «Si en algún futuro vuelven a habilitar la ciudad -piensa con optimismo-, la gente podrá estudiar cómo era la metrópoli, cuál era su forma».

A pesar de la poca luz que dan las farolas, las calles y sus recodos quedan visibles para poder ser analizados y plasmados en detalle. Con un trozo de carbón, Ida acabará de fijar la Calle del Aire con el edificio de Mario al final, tan oscuro y sucio, tan viejo, tan triste…, y al lado opuesto, el antiguo comercio de la señora Asunción, con sus ventanas rotas y hierros oxidados. Una vez acabada la calle, Ida pasará al tejado contiguo para poder observar la antigua fuente de la plaza de la que, una vez, brotaban enormes chorros de agua.

Ida aún recuerda alguna escena feliz, y es el recuerdo de la vida lo que le hace ser tenaz en su lucha por mantener la memoria, por dejar constancia de cómo fue algún día la vida, el sol y la luz; pero, sobre todo, para documentar de qué modo el hombre transformó la vida en muerte.

Ida se fija en la ventana de Mario. «Seguro estará escuchando Chopin», piensa. Y sonríe.

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