Sara Martín Blanco

Filosofía, ética animal y variaciones sobre el tema

Una experiencia estética

Hay que hacer justicia. Iván se lo merece. Después, llamadme loco si queréis, me da igual. Esto es sólo por Iván. Y por los otros sin nombre.

Ha colocado una cámara centrada en la pared de la izquierda del sótano, que enfoca hacia la pared opuesta, la de la derecha. A metro y medio de distancia de la cámara, y cincuenta centímetros por debajo de ésta, hay un atril con todo un mecanismo extraño –yo, al menos, jamás lo había visto- que sujeta un revólver, el Marushin Mateba. A pesar de la precisión de tiro que caracteriza a esta arma, y de su sistema de disparo –alineado con la parte inferior del tambor, y capaz, por lo tanto, de reducir el retroceso ascendente del revólver-, el Mateba está sujeto de manera estática de modo que, cuando se dispara, éste no se mueve ni un milímetro. El objetivo: que el tiro sea preciso. Y como la ley española prohíbe el uso de silenciadores a particulares, ha ingeniado un sistema casero incrustando una patata en el cañón: es evidente, aún quedan restos.

Más allá del atril con el revólver, a unos cuatro metros, hay cinturones y correas agarradas de varias anillas encajadas en la pared. Se nota que ha sido un trabajo deliberado, porque ha dedicado tiempo a clavar las anillas y a asegurarse de que pueden aguantar cualquier tirón enérgico.

― Aquél que provenga de la voluntad de vivir que hace que uno quiera escapar del peligro de la muerte.

Por el suelo, el cartucho de la munición usada, un 357 Magnum.

No hay luz.

Este es el escenario. Y si vuelvo a darle a play a la cinta que ha estado grabando en la cámara, volveré a ver el fuego en sus pupilas. No hay ni un sonido, nada. Solo la luz del fuego, deslizándose alineada, constante y veloz en el espacio del sótano, hasta llegar al objetivo: el entrecejo.

Fuego en las pupilas. Silencio. Nueva oscuridad. Esto es todo.

Cuando Iván me propuso ir a su casa para tomar unas cervezas y charlar sobre “toda esta mierda” –así lo dijo-, me extrañó. «A las cinco en punto. Si la puerta está abierta, entra, es que no encaja bien. Yo estaré abajo, en el sótano». A las cinco en punto, la hora de las corridas de toros. A las cinco, como en La cogida y la muerte [1], de Federico García Lorca.

Para los que no lo sepáis, Iván no era mi amigo. Lo más que habíamos compartido era alguna que otra charla sobre arte. Ni siquiera recuerdo el primer día que vino al bar. Pero el tema del Bioarte empezaba a dar mucho de sí, sobre todo con algunas obras en concreto: nos indignamos con Alba [2], una coneja viva de color verde fluorescente. Su creador, el artista Eduardo Kac, lo había conseguido a través de la manipulación genética. Increíble. La luz que transmitía ese animal era algo tan artificial como macabro. Pero Iván se ofuscó más aún con la obra de Vítor Mizael [3] –a mí, además, se me revolvió el estómago-: consistía en la exhibición de animales callejeros (yo solo vi perros), muertos, atravesados por un tubo de metal, o algo así. Por lo visto el supuesto artista pretendía hacer una denuncia de la situación de los perros abandonados en la ciudad de Brasil.

Repaso mentalmente nuestras discusiones sobre arte, y en especial<> arte no todo vale, porque lo consideraba como una cuestión de justicia, porque el respeto a la vida, decía, es el límite infranqueable que el arte no puede traspasar. Para él, nuestras discusiones no suponían un goce intelectual, eran el preludio de su obra maestra.

Iván me ha utilizado. Yo he sido idiota por no haberme dado cuenta de nada, pero jamás hubiese pensado que alguien fuese capaz de hacer algo así sólo por hacer justicia: en nuestra última conversación, hace apenas tres días, Iván me explicó que, para él, todo había empezado con el antecedente directo del bioarte. Por lo visto, en 1995, un anestesiólogo de la Universidad de Massachusetts, Charles Vacanti, y una ingeniera química del MIT (Massachusetts Institute of Technology), Linda Griffith-Cima, habían implantado, con fines únicamente científicos, un cartílago con forma de oído humano bajo la piel de un roedor calvo: habían creado un híbrido transanimal. Esto, me dijo Iván, despertó en algunos artistas la inquietud de utilizar –y recalcó la palabra ‘utilizar’ pronunciándola muy despacio, sílaba a sílaba- la vida para crear obras de arte. «¿No te das cuenta del dilema ético que supone esto?», me dijo. Y, efectivamente, yo no me estaba dando mucha cuenta: La transgresión de la ética, el deseo egocéntrico de experimentar el arte con absoluta libertad, la posibilidad de dar forma a nuevos discursos creativos en el arte, el placer de provocar el espectáculo, la posibilidad de vivir una experiencia estética de lo extraño, lo macabro, lo novedoso, lo sublime… La carencia de límites en el arte. Todo esto me iba exponiendo Iván, y, aunque yo no acababa de aprehender toda esta información, sí que, de algún modo, iba entendiendo. Pero no como debería haberlo hecho, y hoy me doy cuenta de ello. Hoy he venido a su casa, como habíamos quedado. La puerta estaba abierta, así que he buscado el acceso al sótano y he bajado. Todo estaba a oscuras. He dado al interruptor, se ha encendido la luz, y he visto la cámara, el atril y el revólver. He llamado a Iván porque no lo veía, pero, al no obtener respuesta, me he acercado al arma. Nunca había visto una de verdad. Olía a pólvora en el ambiente. He visto la luz roja de la cámara que indicaba que estaba grabando. Me he girado y le he visto: estaba sentado en una silla. Su cuerpo, atado por correas. Su cabeza, hacia abajo, y un goteo continuo de sangre. No sé cuánto rato he estado inmóvil, mirando, asimilando, intentando entender si era una broma macabra, o si era verdad. Sólo sé que, de repente, he actuado. La cámara era el único testigo de lo que allí había estado pasando. He rebobinado y he dado a play: Se ve a Iván sentado (no se ve cómo ha conseguido atarse). Me dedica unas palabras haciéndome testigo de la situación y responsable de la difusión de su mensaje. Luego viene el fogonazo.

Han pasado varias horas, y he entendido mi misión. Escribo todo esto no para hacer apología del suicidio, sino para difundir su denuncia, y para hacer justicia. Iván ofrece la posibilidad de vivir una experiencia estética única: la de ser testigos del sufrimiento que invade a un sujeto cuando ve, o sabe, o sufre, una amenaza para su vida. La experiencia estética de lo que supone ser utilizado, como Alba.

La experiencia estética de la muerte, de la sangre, de la agonía, como la de los toros en el ruedo; la experiencia estética de lo macabro, como los perros entubados. Si uno mira el vídeo a cámara lenta, puede ver la luz del fuego en sus pupilas dilatadas por el pánico. Iván ha roto la barrera de la especie: si la vida es materia prima para crear arte, entonces la humana también sirve.

No tengo más que decir. Ahora, llamaré a la policía. Su obra maestra no deja de ser un crimen.

Notas

[1] La cogida y la muerte

[2] Bioarte, ecosistemas luminosos y conejos fonsforescentes

[3] Cierre de la exposición de animales callejeros de Vitor Mizael

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